Al principio, el Amor fue pequeño.
Empezó con entenderse sin muchas palabras, confiando el las reglas del trabajo, lijando la pared del baño, durmiendo en un colchón de goma espuma de dos plazas tirado en un garage.
A pesar de ser pequeño ese Amor así, sin crecer mucho, sobrevivió varias tormentas. El Amor pequeño se sucedía de a gotitas; a veces a escondidas atrás de una pared o en alguna escalera, a veces en un departamento de la calle Duarte Quiros con la cama al frente del tele. Se separó y se volvió a juntar como el mercurio en el entremés de 2011 y 2012 y el verano lo abandonó con ternura.
De repente y sin querer (o sin saber) el Amor pequeño se fue de viaje. Cruzó el mar y llegó al País de las Bicicletas. Al principio yo pensé que me lo había dejado en mi casa natal, pero a la semana más o menos de estar instalados en una Fábrica de Caramelos, me dí cuenta de que estaba ahí: en la mirada cómplice, en el silencio necesario, en los libros leídos en voz alta, en la mano y en el bolsillo. Compartimos cervezas, porro y falafel todas las noches y así como se fue un día (en barco, en tren y en avión) el Amor se volvió de donde venía.
Sin embargo, algo había cambiado.
El Amor había crecido. Había pasado de ser un Amor pequeño en la punta de la nariz, a ser un Amor mediano que te entrecierra los ojos y te hace cosquillas en la punta de los dedos. El Amor mediano del verano de 2013 se coló por todos lados: entre las piernas mientras manejaba la renoleta, en los sueños, en el trabajo, en el pelo.
Para Julio el Amor mediano había sobrevivido dos mudanzas y se había instalado en un rincón de las vías entre Cofico y Alta Córdoba. De tanto vernos pasar, se acomodó bien y se transformó en un Amor de barrio; tomó helados en Gatelín y cervezas en el bar de la esquina de la Plaza. Salió de paseo con Pillo una infinidad de madrugadas. Encontró ropa en un container de una obra en construcción rememorando otros tiempos en otros continentes. Se enredó y se desenredó haciendo hamburguesas en la terraza de Campillo y fideos con salsa en la planta baja de Lavalleja. Y volvió a crecer. Hoy el Amor está (casi) todas las noches en la misma cama y planea sobrevivir otra mudanza más, esta vez con pretensiones cosmopolitas.
Yo todavía le tengo esperanza a este Amor de barrio agrandado. Porque, en el fondo, sigue siendo un Amor pequeño, de silencio cómplice y mirada necesaria, de mano y de bolsillo, de acá y de allá. Y porque mi abuela me enseñó, que sobre todo en cuestiones de Amor, la esperanza es lo último que se pierde.
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